El tíguere es un sabichoso. Es uno que se sale con las suyas, sin respetar lealtades ni reglas de juego. Lo único que interesa es sacar provecho, caiga quien caiga. El tíguere, además, guarda las apariencias. Es un simulador nato, y engaña con una sonrisa en los labios. Su compañera es la tiguerona, aquella mujer fácil, medio prostituta y medio seria, pero, que le da lo mismo una cosa que la otra.
El doctor Pedro Savage, maestro de terapeutas familiares en nuestro país, ha hecho la interesante sugerencia de que asistimos a la cultura del tigueraje. Lo grave, según su pensamiento, es que, no solo los tígueres del barrio hacen de las suyas, sino, que nuestras mejores instituciones han caído en el tigueraje.
Una muestra de esta cultura del tigueraje es la situación del tránsito en nuestra ciudad capital. Las cosas nunca han sido como deben ser, pero, lo que ocurre en los últimos años rompe todos los parámetros, y debería producir escándalo. La situación trae como consecuencia accidentes que no son tales, sino resultado directo del caos imperante, debido a lo cual se pierden vidas y se producen pérdidas materiales importantes.
Este caos en el tránsito actúa como estresor. Salir a la calle es como ir a la selva. La mente se prepara para la lucha, o para la huida, como si fuera a enfrentar animales salvajes. Este manejo a la ofensiva produce: aumento de la presión arterial, de los niveles de azúcar y colesterol en sangre, y de todos los resortes psicosomáticos. En dos ocasiones he visto un vehículo detenido en medio del tránsito, y, cuando se averigua, hay un conductor que ha sufrido un ataque, seguramente un infarto a causa del estrés.
Una señal preocupante lo constituye la manera de conducir de un número cada vez más creciente de mujeres. Hay que ver señoras de porte muy serio, y en vehículos de alto copete, violando el semáforo, y manejando de acuerdo con las reglas del tigueraje.
Nadie debe suponer que estas prácticas se limitan a la calle, y a lo visible. Si se hace así a pleno sol, hay que suponer que lo mismo ocurre al interior de cada oficina pública, en la intimidad de los hogares, y - don Pedro Savage sugiere que - incluso en las iglesias impera esta cultura del tigueraje. Si se trata de una cultura, sus comportamientos se generalizan hacia todos los estamentos. Esto es lo que en psicología se denomina generalización.
El tigueraje impera también en el ejercicio del poder. Últimamente se ha visto aumentar la cantidad de funcionarios con franqueadores, y abriéndose paso en contra del semáforo, y tratándonos a los demás como si fuéramos pariguayos.
El gran error es suponer que se trate de idiosincrasia. Es decir, algo que llevamos en las venas en virtud de algún código genético. Si así fuera, es obvio que nada se podría hacer. Afortunadamente la cultura no viene por los genes, sino por estímulos ambientales sobre los cuales existe suficiente experiencia clínica y social para entenderlos y controlarlos. Existe una especialidad, la psicología social, capaz de darnos respuestas apropiadas.
El sistema político dominicano gira alrededor de este paradigma cuyo referente histórico es el doctor Balaguer. Solo hay que recordar algunas frases: “La corrupción se detiene en la puerta de mi despacho”; “es mejor pagar que matar”; “el gobierno de aquí se caería si no la hubiese”, y, “nuestro partido no es más que un reflejo de la sociedad”.
La idea es que el dominicano es así, y que no puede cambiar. Está es la razón por la que leyes muy buenas están engavetadas, no por falta de interés de las autoridades, sino por esa teoría de que ‘no se puede con la gente’.
Esta manera de pensar explica que el tigueraje haya llegado a nuestras más altas instituciones. Debido a lo cual, de la misma manera que se maneja en las calles, se manejan los asuntos en las oficinas públicas. ¿No es tigueraje lo que vemos en el actual proceso electoral? ¿Es la ley un obstáculo ante el poder omnímodo de los presidentes? ¿Funcionan las instituciones con la debida soberanía? ¿Es acaso nuestra ley algo más que un pedazo de papel?
Si la próxima administración quiere cambiar este fenómeno, lo que se requiere debe denominarse como revolución cultural (*). Esto significa generalizar ideas y comportamientos en consonancia con el principio de la autoridad suprema de la ley. Una revolución cultural se hace alrededor de siete políticas con suficiente validez en psicología social, las cuales revisaré a continuación.
La primera política es: reglas de juego funcionales. Se requiere una reforma constitucional, sin que esto se considere una varita mágica. Lo primero es un Presidente que crea en el imperio de la ley, y con suficiente voluntad política. Dicha reforma, de todas formas, debe incluir algunos puntos clave: municipios fijos y regionalización efectiva; congreso unicameral y que pueda fungir de árbitro en crisis nacionales; no reelección presidencial y función de gabinete en el Poder Ejecutivo, y, reivindicación de los tres poderes del Estado. Se requiere también un proyecto de nación con metas para los próximos 5-10 años.
La segunda política es: el ejemplo de las autoridades. El próximo Presidente debería declarar, en su primer discurso, que se va a someter a las leyes existentes, y que va a obligar a sus funcionarios a hacer lo mismo. De ese modo es como se generaliza una cultura organizacional hacia toda la administración pública. Sin este precedente nada de lo que sigue logra sus mejores objetivos.
La tercera política es: premio a los cumplidores. El Estado debe definir conductas que se van a premiar con exenciones fiscales, y con otras compensaciones posibles. Estas conductas podrían ser: el matrimonio duradero; altas calificaciones en la escuela; fidelidad en el pago de impuestos; cero accidentes; participación en acciones cívicas, y, en general, aquellas conductas sostenidas de obediencia a la ley.
La cuarta política es: castigo a los infractores. En cualquier país hay gente que viola la ley. Si algunas naciones retratan la placa del que viola el semáforo es porque allí también hay infractores. La diferencia es que ellos los castigan. La impunidad es una plaga que termina perjudicándonos a todos.
La quinta política es: uso apropiado de los medios de comunicación. Hay que sacar la política de las emisoras de Estado, y aprovechar esos espacios para promover el civismo. Se puede legislar para que los medios escritos, radiales y televisivos asignen espacios gratuitos a promover las consignas que interesen a la sociedad.
La sexta política es: uso del sistema educativo. La Secretaría de Educación tiene que precisar el tipo de ciudadano que se requiere para construir el país futuro, y para esto necesitamos una definición sana de identidad nacional, así como introducir la educación cívica desde la escuela primaria.
La séptima política es: educación hogareña. Se requiere una Secretaría de la Familia con la misión de promover matrimonios felices y de auxiliar padres y madres en la crianza de hijos e hijas con resiliencia. La raíz de muchos de nuestros problemas, en la escuela, en las calles, y en la administración pública, reside en la falta de una correcta educación hogareña.
Alrededor de estas siete políticas se construye una revolución cultural. Se trata de una meta factible, y es la manera de sustituir la cultura imperante del tigueraje, y dar paso a la civilización.
* El autor es médico [UASD], psiquiatra [U.de Madrid], salubrista [UCMM], educador [ADRU], terapeuta familiar [UASD]; maestro de la Medicina [Soc. Dom. de Psiq.], y, doctor honoris causa [UNEV].
josedunker@yahoo.com
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